Vive en un pueblo llamado Doum: unas pocas cabañas de madera y mongulus que se hacinan a la orilla de la carretera construida para transportar la madera que se tala en la selva donde hace no tanto vivieron los baka. La tierra se estremece cuando la codicia de las madereras europeas y chinas arrancan sus árboles milenarios. Teca, caoba y cedro caen provocando un estruendo de pájaros en estos milenarios bosques húmedos, a las orillas del río Congo y sus afluentes. Amaya Jean ve pasar los enormes camiones que transportan los árboles que asombraron a este pequeño baka. Amaya Jean no sabe cuántos años tiene. Perdió los papeles un día en que la piragua en la que navegaba por un río volcó. Acompañaba a cazadores furtivos europeos que vienen a la selva a cazar en los safaris que organiza un tal Antonio, español. Otra de las lacras que amenazan la selva y a los baka. Por la noche, ante el fuego, Amaya Jean relata los likanós en los que cuenta cómo era la selva antes de este expolio, cómo vivían los baka, cómo cazaban. En sus labios viven esos likanós que hablan de que la selva y todo lo que vive en ella comparten la misma naturaleza, todos ellos han sido creados por Komba y, por tanto, todo lo que hay en la selva es divino y merece respeto. Ojalá algún día se enteren los dueños de las madereras y las empresas de ocio de aventuras.

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